sábado, 31 de octubre de 2015

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POTENCIA NARRATIVA

La carlita había irrumpido en el mundo por el mismo canal por el cual, en un lapso de 12 horas, habían pasado 97 hombres. Bueno, en honor a la verdad solo una parte de esos 97 hombres. La parte por el todo, una sinécdoque, me decía El saxofonista y yo no le entendía ni mierda. Me lo quiso explicar hablándome de Drácula y de Aliens. Parece que en la novela del conde Drácula, el vampiro aparece en unas 15 páginas de las 400 y pico que son en total. En las otras se lo sugiere: una ventana abierta con las cortinas ondulando,  una sombra perfilada en el pasillo, un susurro detrás de la pared. Con “Aliens, el octavo pasajero”, pasa algo similar. Al bicho se lo ve en unos pocos fotogramas en dos horas de película. El resto son babas ácidas atravesándolo todo y  movimientos veloces escapándose de nuestro ojo. Y este recurso potencia narrativamente la historia, según El saxofonista. Nos interesa e intriga más lo que vemos parcialmente que lo que se nos muestra de una. O algo así. La que sí tenía potencia narrativa, o algún tipo de potencia, era La carlita fuera una sinécdoque o no. Para los que la conocimos era un ser mitológico venido desde la legendaria concha de su madre.

viernes, 30 de octubre de 2015

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LA REINA DEL GANG BANG


La carlita era la hija más linda de El negro. Y El negro tenía tres esposas, y más de 20 hijos. Creo que Carlita era la quinta hija de su segunda mujer. La segunda mujer de El negro laburaba en el primer piso del bar El hígado. Fue la puta más buscada de González Satán durante la primavera de ese año. Después, como todo, pasó de moda y las dominicanas manosearon nuestros corazones asmáticos durante bastante tiempo. Ahí formalizaron la relación, la segunda mujer de El negro y El negro. La segunda mujer de El negro era conocida como la reina del gang bang. Hicieron una película y todo. Ella sola se bajó a 97 tipos. Los tipos iban desfilando por un pasillo desnudándose de a poco haciendo comentarios a cámara. De qué laburaban, si hacían deporte, si creían en la paz del mundo. Luego subían en ascensor hasta un escenario que era una cama gigantesca. La reina del gang bang los esperaba en cuatro, como si fuera un animal y le estuvieran llevando alimento. Los tipos, algunos más dotados otros menos, se iban acoplando en todos los orificios como si fuera un tetris. Hacían lo suyo y salían. Satisfechos de haber cumplido un deber. Sabiéndose partes de algo mayor, de una mística que no terminaban de comprender pero que los enorgullecía. Al final de la película los 97 tipos brindaban  con la reina del gang bang, la que sería después la segunda esposa de El negro, y la abrazaban, riendo, dichosos. Me los imagino volviendo a sus casas y contándoles la aventura a sus amigos. No sé qué habrá hecho la reina del gang bang después de eso. Se habrá pegado un baño e ido a dormir. Supongo. 

jueves, 29 de octubre de 2015

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MILAGROS ECONÓMICOS...

Cuando ya estaba convencido de que los dioses de El negro eran dioses rarísimos, recordé al Dios más común y a su hijo, ese flaquito de barba como pibe de este barrio, ese que hacía levantar y andar a un tal Lázaro cuando le daba la gana y que fue crucificado y resucitado y llevado al cielo. Eso era bastante raro, también. Más si pensamos que en la misa de domingo todavía se comen su cuerpo y se beben su sangre. Y todo con una naturalidad que abruma.  Todo eso de Nana Borokúm ya no suena tan extraño.

El saxofonista me dijo una vez que no le parecía milagroso que el hijo de Dios haya resucitado, después de todo era el hijo de Dios, ¿no? Milagroso hubiera sido que resucite la mujer del carnicero de la esquina o ya que estamos y podemos elegir que resucite La Carlita
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NANA BOROKÚM...

El negro me hablaba de los orixás puros, me hablaba de los elementales, de San Jorge y San Damián, de una interminable travesía en barco, de dioses congelados como si estuvieran en un freezer, como si fueran latas de conservas que por nada del mundo tenían que descongelarse antes de llegar al puerto, en la otra punta del globo, más allá del nacimiento de las nubes, más allá de los ígneos y de los telúricos. Me contaba de un cuerpo base de otros cuerpos, de Xangó y los truenos tutelares, de Iemanjá hermosa como las olas encrespadas y los atardeceres contaminados en el mar, de los esclavos emergentes. Me hablaba de todo eso, El negro. Los ojos le brillaban como un día resaltado con flour en el almanaque.
-Para mí que ese camión lleva tocino- lo interrumpo. No sé qué es el tocino me dice El negro. Y retruca: para mí que ese camión lleva a un animal prohibido por la selva.
El negro está totalmente loco. Cree en dioses rarísimos que lo obligan a usar esas túnicas de mierda. Él dice que no toca la batería sino que busca el ritmo sagrado, que cuando llega al transe dialoga con Nana Borokúm. Y Nana Borokúm lo quiere desnudo como cuando nació. Imagino la cara del saxofonista si escuchara esto. Nana Borokúm, nombre de bailarina. Nana Borokúm, nombre de pantera. Lindo nombre para un buque de guerra: el Nana Borokúm.

Lindo nombre para la mujer más vieja y aún no nacida, como dice una de nuestras canciones. Esa que se llama: Nana Borokúm.
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MARIACHIS EN EL ACANTILADO...


Mi itinerario era el siguiente: del bar El hígado hasta la salita de ensayo de la calle Persia, frente al lagañoso hotel París. De ahí, dependiendo del ánimo, visitaba a unos mariachis de El acantilado. El acantilado es la villa más grande de González Satán, lindera a las montañas de basura. Los mariachis, como su nombre lo indica, son unos gordos caracterizados que hacen música mexicana. Unos mierdas, la verdad. Pero aparte de destruir orejas también atentan contra las voluntades: son transas. Venden una cosa cortada que los convierte, más que en transas, en estafadores. Pero El saxofonista tenía una teoría (que no sé de dónde habrá salido) que decía que todo lo existente era imperfecto y tenía su versión ideal en otro mundo, el mundo de las ideas. Lo que yo entendí fue que en nuestro mundo todo está cortado, rebajado. Por ejemplo: está mi mujer pero también existe mi mujer ideal e inalcanzable. Y esa nunca me hubiera olvidado. Estamos Las momias y también Las momias que afinan y todo. Los camiones que se arrastran por la Ringo Bonavena y los otros camiones, deslizándose por autopistas como si patinaran sobre hielo. El bizco nuestro y El bizco ajeno que, por ejemplo, fue al conservatorio. Una parrillada sin molleja y una parrillada con molleja. La falopa que tiran los mariachis del acantilado y la que esnifa Dios con el billete de un millón de dólares.   
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GATOS INVISIBLES...


Resulta que El bizco…pero no, voy a esperar un poco más antes de hablarles de El bizco. Les contaré de mí (después de todo soy el narrador): una borrachera me iba llevando a la otra, y así andaba yo, borracho. Entonces recordé que tenía hogar y esposa y di un par de vueltas por calles que me sonaban, que me parecían conocidas hasta dar con la esquina de mi hogar. Cuando yo recordé que tenía esposa, ella había olvidado tener marido. Es más: había recordado a un ex-novio. Irónicos mecanismo del olvido y la memoria. Así que junté algunas cositas, más simbólicas que necesarias, las metí en una bolsa de consorcio y me mandé a mudar. Lamenté no haberme despedido del gato, al que llamábamos Ozzi, pero no estaba en su modalidad visible. González Satán es un territorio perro friendly por lo cual los gatos, gracias a su instinto de supervivencia, gracias a la dinámica de la evolución de las especies, adquirieron el don de la invisibilidad. De todas maneras los perros los presienten y es muy común ver perros corriendo furiosos detrás de la nada. Yo no corría. Caminaba. A cada paso dejaba atrás pequeños horizontes. Caminaba rodeado de gatos invisibles, pero como no soy perro no podía darme cuenta.    
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LOS REYES LEPROSOS...

Tipo cinco de la tarde, con exactitud londinense, por la avenida Ringo Bonavena pasaba un camión llevando huesos, grasa, vísceras y otras pestilencias. Las llevaba a cielo abierto dejando a su paso  una ráfaga de olor inmundo. Iba un tipo separando, cuchillo en mano, lo que servía de lo que no, trepado a la caja. Parecía increíble que alguna de esas porquerías pudiera servir para algo. Pero ese era un misterio más de los muchos misterios que cruzaban la avenida. El negro decía que ese camión existía realmente en el mundo medieval y estaba llevando restos de un leprosario a otro. Y le hicimos una canción, esa que se llama “El camión del leprosario” y dice algo así como que “de un leprosario a otro marcha el camión por la avenida sin parar y lo observan los ancianos porque saben que los misterios también tienen el olor de los huesos y la grasa que las muchachas ya no sacan a bailar…”

La letra es mía pero la firmamos juntos con El negro. Es una canción triste que termina diciendo que todos somos reyes leprosos y que vamos a ir a parar al camión tarde o temprano. Es divertida, también. Depende de cómo se mire. 
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UN SOL PARA LAS MOMIAS...

En el cumpleaños de 15 de Carlita, la quinta hija de El negro, Las momias hicieron su mejor actuación. La conexión fue total, y más allá de lo musical (que nunca fue nuestro fuerte) tuvimos una solidez y una frescura y una agilidad y una energía inimaginable para una momia, el mismísimo Tután Kamón nos aplaudió desde el fondo maldito de su pirámide maldita. Todos los miembros de la banda y la abuela de Carlita juramos escuchar esos malditos aplausos. Y los pendejos quedaron locos. Y las pibitas nos pedían fotos. Tocábamos el cielo con las uñas. El cielo bajito de la sociedad de fomento Arturo J. Rimbaud, un cielo hermoso. Porque el único cielo existente es el que podemos arañar. Y les cuento que ese cielo era suavemente áspero, con telitas de araña armando constelaciones, con agujeros negros en las manchas de humedad y con un globo de helio de una fiesta anterior, de un festejo antiguo, resplandeciendo en un ángulo del techo como un sol violeta y algo desinflado, el sol que ilumina y cuida a Las momias y a la Carlita, la quinta hija de El negro que festejaba sus 15 años esa noche inolvidable.    
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SÁNGUCHES O PALOMAS...


Hubo una época en la que El negro venía a la salita de ensayo de la calle Persia con una bandeja con sánguches de miga. Hacía unos meses le había festejado el cumpleaños de 15 a su hija, Carlita, y le habían sobrado. Estaban ya medio duros y con un gustito a  rancio, pero El negro les pegaba una calentada y los traía. Nos encantaban. Era común que El negro tuviera un sánguche de miga en el bolsillo fuera donde fuera. Podíamos estar yendo a comprar un palillo para la batería y de repente se escarbaba en la túnica, en uno de esos bolsillos profundos como cuello de jirafa y sacaba un sánguche. Parecía un truco de magia. Era como si aquellos sánguches fueran palomas aparecidas, como si dentro de esas túnicas de mierda El negro tuviera una fábrica de sánguches de miga. O de palomas. Ese negro sí que era un hijo de mil puta.
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LA RINGO BONAVENA...

La avenida se llama Ringo Bonavena, en honor a un boxeador peso pesado de antaño. En algún momento con El bizco pensamos ponerle Ringo Bonavena a la banda. Pero nos iban a confundir con la avenida. Ya nadie recuerda que Ringo Bonavena fue un boxeador. Lo que antes representaba a un boxeador torpe y valiente, o mejor dicho: valiente y torpe, porque una cosa lleva a la otra y no a la inversa, ahora representa asfalto quebrado que une este andurrial con el siguiente. Más allá las montañas de basura y más más allá el campo y más más más allá el infinito.

Nos llamamos Las momias, porque el hard-rock nunca pasa de moda y los boxeadores sí. Puede que no sonemos en las radios, pero los boxeadores tampoco. No hacemos música para la radio: la hacemos para lo boxeadores. Aunque nunca nos escuchen. La hacemos para los pistoleros. Aunque nunca nos escuchen. La hacemos para los que despiden del laburo. Aunque nunca nos escuchen. La hacemos para las mujeres que saben escupir y esas sí que nos escuchan. En González Satán las mujeres saben escupir y escuchan Hard-rock. Somos el semillero de las morochas más lindas del mundo.
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LOS CAMIONES


La avenida tiene dos manos separadas por un bulevar. Da la sensación de que una de las direcciones te salva y la otra te condena. Ni El negro ni yo sabemos cuál hace cada cosa. Estamos sentados en la vereda mirando los camiones. Esta es la avenida de los camiones con acoplado que nunca se detienen. Llevan vaya uno a saber qué cosa de un lado a otro. Como si estuvieran boludeando. Nos da el sol otoñal en la cabeza y nos creemos felices. Lo miro a El negro y estoy a punto de decirle en tono de reproche que salga desnudo a la calle, también, si es tan cocorito. Una palabra que atrasa 50 años. Cocorito. Le paso la botella de cerveza y El negro toma y me la devuelve. Pucheamos en silencio. Nos fascina esta avenida que te salva o te condena. Jugamos a adivinar qué transportan los camiones. El negro dice que el que está pasando ahora, ese cascajo rojo óxido, lleva pescado. Me causa gracia. Le digo que no, que seguramente lleva metales pesados y combustión. El negro se ríe. El negro se ríe siempre. Tiene una dentadura perfecta, como si día tras día se fuera renovando sola. Y entiendo que si todos tuviéramos esos dientes también le sonreiríamos hasta al comisario.
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COMO PERRO SIN VACUNAR 


Hacemos un hard-rock del bueno, del bien pasado de moda. Nos llamamos: Las momias. Y paradójicamente si hay algo que nunca pasa de moda son las momias. Son el pasado permaneciendo. Visible, palpable. Horroroso y decrepito. Decrepito, como todo pasado. Horroroso, como todo futuro. El presente en cambio es un perro que se fuga, un perro enfermo, terminal. El perro sin  vacunas en el país de la rabia. Así dice una de nuestras canciones. La letra es mía. Y trata de eso, de que todos andamos sin vacunar por el país de las enfermedades. Esa es la letra favorita de El bizco. Voy a esperar un poco antes de hablarles de El bizco, sólo diré que es el guitarrista y que también es pelado. Y pensándolo bien, su apodo podría haber sido El pelado. Pero al parecer preferimos resaltar su otra característica. Como si no dijéramos una cosa por otra, o algo así. El bizco es el mejor guitarrista del barrio. Y este barrio también forma parte del cosmos.
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Y ASÍ PODRÍA SEGUIR...


No es fácil mantener una banda de hard-rock en el González Satán, pleno conurbano del siglo XXI. Pero no existe nada que sea fácil, lo que se dice fácil, por estos lugares. Así que eso no es problema. El problema es que si a difícil le sumamos ponerse en bolas porque sí, y si además le agregamos un saxofonista, decente, que se prende y apaga como un velador histérico… esto no se lo dije. Claro. Lo podía tomar a mal. Lo que sí le dije es que se dejara de joder y si no le gustaba que el negro tocara desnudo que no lo mirara y listo, así de sencillo. Me observó con lástima y piedad. Un cóctel fatal. Estuve a punto de retrucarle que podíamos seguir tranquilamente haciendo hard-rock sin saxo (un delirio, nosotros éramos ese saxo) pero no lo hice y en cambio me bebí de un trago su desdén piadoso y lastimero. Hola, me llamo Tal y bebo lo que me pongan a tiro. Mucho gusto, no, el gusto es mío. 
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PODRÍA EMPEZAR ACÁ

No era lo usual tocar junto a un negro en bolas dandole a la batería. Al principio todo era lo imaginado: nuestras esposas eran insoportables y el hard-rock y la bebida nos ayudaban a respirar. Respirábamos los sábados a la tarde en la salita de ensayo de la calle Persia, frente al hotel París, el mejor de los peores hoteles de este mundo. Aflojarle el cinturón al cerebro, eso hacíamos en la salita de ensayo. Pero El negro empezó a ponerse en pelotas. Porque le gustaba tocar así. Desnudo. Y le daba a la batería mostrando los dientes blancos en una sonrisa de vendedor feliz. De vendedor que ha vendido todo y se ha retirado a tocar, en bolas, hard-rock, frente al peor de los mejores  hoteles de este mundo. La empezó a complicar el saxofonista, un tipo que era como un poste de luz en pleno día. Se sentía raro tocando con un negro al costado de la ropa. Argumentamos cosas africanas, una princesa ciega y un león y, nadie sabe por qué, también un coco. No hubo caso, o el negro se vestía aunque más no fuera con esas túnicas de mierda o el saxofonista se mandaba a mudar como un palo de luz apagándose de noche. Ahí nos dividimos: algunos a favor del negro y sus excentricidades y otros en contra del negro y sus excentricidades. Hicimos silencio y nos miramos, uno por uno. El negro se puso una de esas túnicas blancas, de mierda. El saxofonista empezó a soplar, a susurrar. Una melodía increíble, parecía estar inventando a las rubias. Serví más bebida. El sol destellaba por todas las ventanas que no tenía aquel sótano. Veíamos una luz que nunca había sido nuestra. Cuando la banda ya volaba en un tractor, va el negro y hace su gracia. Todo estaba terminado. El negro había vendido el auto que no debía vender. El saxofonista puso violín en bolsa y desapareció. Estábamos a oscuras. Yo serví bebidas. Sabía cuándo era el momento: siempre.