sábado, 26 de marzo de 2016

54

SCI-FI II


El tren que nunca se detiene cruza la noche. Como si la noche fuera una cortina. Van pasando por la ventanilla las fogatas donde acampan los nómades. Las llamas ondulan alumbrándolos y alcanzo a ver a una mujer, bajita y tuerta. Junto a ella un hombre igual a mí. Escucho el gruñido de un perro. Me doy vuelta y un dogo enorme y rabioso me está acechando. Corro por el pasillo del tren y siento que el dogo acorta la distancia. Una pesadilla: las piernas me pesan, el vértigo, la angustia. Pero el dogo, que en cualquier otra ocasión ya me hubiera destrozado, no consigue alcanzarme. Jadea y gruñe detrás. Galopa. El tren se mece como una cuna de hierro. Pierdo el equilibrio y caigo contra unos asientos. Cierro los ojos porque, supongo, es mejor así. Y espero. Me incorporo y el dogo está tirado en el pasillo metros atrás. Cuando me acerco veo que tiene un ¿tiro? en el costado. Nunca se escuchó el disparo. El perro blanco está herido y no pienso en matarlo, solamente en alejarme de ahí. El dogo se arrastra por el pasillo, baboso, mostrando los dientes de un velociraptor. Tan blanco que fosforece, una osamenta destellando cada vez más lejos. Corro lo suficiente. Pienso que las causas y las consecuencias de todo esto son difusas. En la puerta de un camarote hay una manzana verde, con un mordisco. La agarro y pruebo. Entro al camarote y diviso a La Giganta desnuda y dormida. Hace apenas segundos me quería matar un dogo. Sonrío y me tiro de cabeza. 

martes, 22 de marzo de 2016

53

MARINERO

El marinero, borracho, avanza como si trepara por la noche. Como si la noche fuera un árbol. Habla con gente y con cosas que parecen gente. Interpreta al viento. Escucha el romper de las olas más allá de la casucha de chapas donde bebe rodeado de animales y mujeres. Un loro dice algo sin sentido y el marinero sabe que debe irse. Cuando sale al patio se enamora súbitamente de una chica a la que ve por primera vez. La chica lo mira y entra en la casucha. Él la sigue. Adentro ya no hay nadie. Se besan. El marinero juntando un manojo de erres y k latosas y shs le pregunta cuántos años tiene. 11 contesta ella mirándolo a los ojos. Desde algún lado el loro cuenta un chiste.

El marinero abandona la casucha al amanecer. Vomita en la vereda, junto al loro degollado. Camina sin rumbo por una patria que lo desconoce.  

lunes, 21 de marzo de 2016

52

FRAGMENTOS

…durante 5 noches, al empezar el invierno, González Batán tiene mar. La ciudad se transforma en una ciudad portuaria, así como si nada. Pasadas las 5 noches el agua se repliega y emerge la llanura nuevamente. Así, como si nada.
Durante esas 5 noches anclan en sus costas diversas embarcaciones. Barcos petroleros, cruceros, naves insignias de otras patrias y demás. Suelen quedarse en puerto 3 noches y partir celosamente porque saben que el mar está de pasada en este sitio remoto del globo. Una de esas noches un marinero, igual a otros tantos marineros, es arrastrado por la sed, de bar en bar, como si estuviera subiendo niveles de un video-game etílico. El marinero, gran jugador, pasa las pantallas diestramente. Pero esta ciudad no es sopa y lo deja hacer. Cantinas y bares, parrillas, fondas, cabarutes. El marinero sabe el idioma pero unas erres y unas k latosas y unas shs le enrarecen el discurso...   

…en esta historia también aparece un detective. Un investigador melancólico de saco raído. Canoso. Barba de 6 días hábiles. Panza. Tos. Lleva una libreta donde apunta datos, direcciones, ideas, hipótesis. Por ejemplo podemos leer que hace unos días escribió: “el pibe de las moscas no sé si es un idiota o se hace”  

La Giganta se pierde todo el tiempo. Ya sea en un tren que jamás se detendrá o en el lejano oeste. En nuestro realismo sucio o en nuestro realismo mágico. Siempre se pierde La Giganta. Persiguiendo a una araña diminuta como si fuera detrás de una ironía. O más oscura que la peste oscura de una guerra medieval…     


…podemos oír el ruido de un tiempo y un espacio que se rompe...

martes, 15 de marzo de 2016

51

MINOTAURO

Volando bajo pasan los camiones por la Ringo Bonavena. La avenida de los camiones que nunca se detienen. Quiero que las cosas permanezcan simples por un rato. Que una cosa sea una cosa, aunque nunca una cosa es simplemente esa cosa. Y así pasan la F100 chocada hace diez años; el Scania 111 distante rey de esta selva; los acoplados, los semis, el Citroen mutante. Así pasan rumbo Norte-Sur tras una estrella que también está de paso. La avenida se hunde en la tierra y el asfalto se agrieta y los transportes que unen la noche y el camino y una dirección y la otra como si con un hilo invisible estuvieran zurciendo esta geografía rota.  
Algún otro animal, La Carlita, la quinta hija de El negro con su segunda mujer, la reina del gang bang, viene cruzando. Como si estuviera viva. Como si nunca hubiera aparecido flotando en las montañas de basura. Siniestra y hermosa. Con rastros de un semen enfermo, con mordidas en los pezones y en los labios. Con el pelo una medusa morocha ardiendo entre los desperdicios, con la mini subida a la cintura con la tanguita fucsia baja. Alimento balanceado para el monstruo. Fast-food para el minotauro que jadea y resopla y se esconde y aparece. Encontraron a un chico sentado en una lata junto a ella. Y muchas moscas, raras, raras hasta para que estén merodeando un cadáver en las montañas de basura.

Y la Carlita pasa, linda, como si estuviera viva, desfilando por la Ringo Bonavena. Esta pasarela de piedra gris y agua estancada y luceríos como una aparición fuera de moda.  Y El Negro no la ve porque sin que lo sepamos alguien nos cuida y nos oculta los fantasmas. 

viernes, 11 de marzo de 2016

50

GUERRA II

Este puente es mío y ya estoy cansado de perder, dice el boxeador obeso esgrimiendo un palo en la otra punta del puente. Tiene puesto un pantaloncito rojo y la panza le desborda, incontenible. 150 kilos que se resisten a ser derrotados otra vez. El puente nos separa pero también nos une. Y me gustaría que el boxeador ganara. Pero el brujo sacerdote del templo de Nana Borokúm se comunica diciendo que dejemos de desperdiciar  tiempo, que estamos en la guerra y que ese puente debe ser nuestro antes del anochecer. Pobre gordo, pienso. Otra baja colateral. Solamente defiende ese puente para que una rubia lo vuelva a querer. Esta es la historia de la humanidad. Imagino al boxeador, retirado, manejando el taxi de la tristeza y la desesperanza. Escuchando una radio que solamente da malas noticias. Lo imagino recorriendo un municipio desértico. El conurbano de la resignación. La foto de la rubia en la guantera y  pasajeros trasgos respirándole en la nuca. Un juego de guantes de box en miniatura colgando, rojos, del espejo retrovisor como una sonrisa hecha de colmillos.    

Nos miramos entre nosotros (me refiero a El Negro, El Bizco y El Saxofonista) y nos damos cuenta de que un chico nuevo nos acompaña. El chico nuevo está rodeado de moscas. Dudo un segundo. El chico nuevo, no. Saca la pistola y dispara. El boxeador obeso cae al río noqueado para siempre. No hace falta contarle hasta 10. Ninguna rubia llora en algún lugar del mundo. Y como el puente ya es nuestro lo cruzamos. 

miércoles, 9 de marzo de 2016

49

MOSCAS


Llegamos a Yacaré, Corrientes, a la tarde. Un lindo poblado, bordeando los esteros. Nos recibió un gentío que iba y venía por un parquecito de diversiones. La calesita giraba lenta como una ruleta empastillada. Cinco o seis cerdos en un chiquero y un corral vacío. Dejamos el Dodge 1500 bajo un árbol artrítico y recorrimos el lugar. Nos llamó la atención un chico esparciendo moscas para alimentar a las gallinas. Estas se arremolinaban pegando saltitos, vuelos cortos, para atraparlas con el pico. El chico se divertía, las gallinas no tanto y las moscas decididamente no. Las moscas tenían ciertos rasgos humanos. Parecían pequeñas y oscuras caritas con alas. Más allá del detalle todo era tan normal que aburría. El chico se sumó, sin decir palabra, a nuestro grupo y seguimos la marcha. Nos había costado más de la cuenta llegar a destino y estábamos agotados. Esa misma noche teníamos que tocar en el casamiento de la hermana ciega del brujo sacerdote del templo Nana Borokúm. El brujo dejó de sonreír cuando nos dijo que estábamos en guerra. El chico nuevo parecía saber más de lo que aparentaba.     

lunes, 7 de marzo de 2016

48

TAXI

El asunto era moverse. Una depresión añeja me había conducido hasta esta depresión actual, como si un taxi me hubiera dejado en otro taxi. Uno reluciente y gastado, con un chofer gordo, con cara de boxeador, que solamente da malas noticias y una radio apestosa donde River pierde 2 a 1 para siempre.

Así iba yo, dejando esquinas atrás como si de estados de ánimo se trataran. González Satán fluía, un torbellino de casas bajas desparramadas aquí y allá, rutas para irse  que se alargaban en el tiempo y la trampa mortal de buscar algo para hacer en algún lugar. El mediodía era una encrucijada. Había dejado mi pieza en el hotel París, el mejor de los peores hoteles de este mundo, y me quedaba medio día por delante. Extrañaba a las Momias y su hard-rock lastimero. Extrañaba a La Giganta. Nos habíamos ido cayendo desde un bolsillo roto y estábamos perdidos. Las nubes eran fotos que alguien iba editando, el cielo es un espectáculo gratuito. Cuando me di cuenta una araña me llevaba de la mano. Fumamos un cigarrillo cruzando el descampado. La negrita culona me contaba de una tela que tuvo que abandonar años atrás en el paredón de los ferrocarriles, de una araña amada y odiada con la que sueña las noches de tormenta. Me dijo que el destino era todo lo hecho en el pasado. El resultado depende del partido, me dijo con la voz del brujo del templo de Nana Borokúm. Un dodge 1500 me cruzó el cerebro. Me sentí en un viaje quieto. Un zumbido sin la mosca.   

jueves, 3 de marzo de 2016

47

ATARDECERES Y TORNADOS


Regresamos a la fogata, La Petisa y yo. Soñábamos ser los ladrones de caballos más famosos de González Patán. Ir de hacienda en hacienda, saqueando las caballerizas porque sí. Para ver en libertad lo que segundos antes estaba en cautiverio. Le decía esto y La Petisa se excitaba. Sexo garantizado. A mí los caballos nunca me importaron. Ni la libertad. La libertad solamente sirve para ponerla a prueba, le decía a La Petisa y ya la tenía colgando de la bragueta. Divina. Me la chupaba mirándome con el único ojo que le quedaba. Un guiño de ojo permanente. Esa lengua era lo más cercano al lenguaje que pudiera describir a las pecosas. El Saxofonista nos convidó batatas asadas mientras El Negro hacía nuditos en su túnica, de mierda, como si estuviera prometiendo algo en otro lugar. Éramos el terror de las granjas de los alrededores. Desolamos la granja Hammer. Asaltamos la granja del mexicano Gómez. Soltábamos a los caballos, incendiábamos graneros, El Negro violaba a mujeres que amenazaban con denunciarlo si no regresaba pronto. También hacíamos nuestra música de atardeceres y tornados, de búfalos y lobos, de corrales y riñas de gallos. De chicas que se tragaban al viento. De llanuras que se tragaban a los hombres. De tabaco masticado y escupido como una mancha tatuando indeleble la corteza del planeta. La tierra de repente empezó a vibrar y escuchamos el traqueteo del tren que se aproximaba. Estábamos pegados a las vías. Pasó una formación extraña lamida por las llamas. Alcancé a ver dos cosas: un hombre muy parecido a mí. Y después, en el siguiente vagón, a un perro. Un perro blanco de los grandes que, con unos ojos enrojecidos pegados a la ventanilla, también me miraba.