viernes, 27 de mayo de 2016

64

EL PISO DEL MAR


Ese barco esclavista lleva a un chico. 12 años, hijo del cocinero principal. Le fascinan y aterran esos negros. Demonios terrestres, criaturas de una naturaleza extraña. El chico recorre la nave. Desciende las escaleras. Espía a los príncipes Dahomey. Es testigo del castigo que reciben. Escucha los lamentos del resto de los negros. La noche infinita del Atlántico le habla. Le susurra que baje al subsuelo. Los negros cantan en el idioma de las negras. El chico persigue al ratón fosforescente. El ratón relampaguea escaleras abajo. Brilla en el final de un mundo podrido. Al costado de la bodega, en un lodo hipnótico el chico cae en la red. La red es invisible pero real. La viejita es visible pero irreal. Así, con esos dientes de pescado. Así, con esos pelos que modulan el principio de los tiempos. El chico cae en los ojos de la vieja y caerá para siempre. Ya nunca crecerá ni morirá. Y cuando grita solamente grita moscas. El grito del chico, una mosca negra, vuela hasta la cubierta y planea sobre las aguas. Se aleja del barco. Vuela hasta que ya no puede más y después cae. La mosca se ahoga, el grito sigue gritando en el piso del mar.  

miércoles, 18 de mayo de 2016

63

ESCLAVOS


Un barco negrero del siglo XVII rumbeando hacia la América enigmática, inconquistable y conquistada. Cruzando el océano Atlántico de la historia. El Mary-Jean es una embarcación tenebrosa escoltada por las criaturas ciegas del abismo que en sus tres subsuelos lleva más de 300 esclavos. Entre ellos viajan, como momias vivas, príncipes de la tribu Dahomey. Y también caníbales de patrias prehistóricas que se  muerden y arrancan las manos para zafar de los grilletes y saltar al mar redentor. Ojitos rojos en la oscuridad total y asfixiante. Olores de un fin del mundo podrido. Respiraciones que son un idioma atragantado. Negros que mueren sin darse cuenta y son alimento para los diablos que viven en las aguas. Los príncipes Dahomey ya no son  hombres, son maldiciones, son una enfermedad, un virus que va a bordo del Mary-Jean rumbo a la América inconquistable y conquistada. En el tercer subsuelo junto a las ratas y un enorme nido de piojos viaja una vieja. Podría estar muerta. Ahogada en el lodo que en realidad la protege. Debería estar muerta a no ser que fuera inmortal. Como la rama de un árbol quemado inexistente, Nana Borokúm, viaja masticando el esqueleto de un ratón.

sábado, 14 de mayo de 2016

62

ENCUENTRO CON NANA BOROKÚM


Esa noche en Yacaré, Corrientes, hicimos nuestro rock de insomnio y edificios. Nuestra música de nervios y calles sin asfalto. De resultados a favor en canchas visitantes. De bolsas de papas apiladas como si fueran los ladrillos de nuestra civilización, bueno, eso. Estábamos debajo de una carpa gigante, de un cielo de lona nocturna y los 300 invitados llevaban túnicas por toda vestimenta. Túnicas de mierda, iguales a la de El Negro. Cuando tocábamos El blues de los caballos negros más hermosos del mundo -una canción melancólica que cuenta sobre una granja del lejano oeste, la granja del señor Hammer, a la que cada tanto acuden unos héroes de la nada a robarse los caballos- la prima ciega del brujo del templo de Nana Borokúm dejó caer la túnica y sus pezones apuntaron a Dios como retándolo. Unas piernas largas y correntinas, dos ríos hondos que dividen la ciudad. De este lado nosotros y del otro lado, ellos. Las túnicas fueron deslizándose unas tras otras hasta dejar solamente cuerpos a la intemperie de la Nana, de la abuela de la madre de la hija, de las estrellas desnudadas, de la luna expuesta en un cajón de la verdulería. Todos eran cuerpos hermosos y gordos, flacos y maravillosos, tatuajes y cicatrices, operaciones y cuchilladas, mordidas y picaduras, penes y senos colgando, pijas y conchas en erección, fluidos seres humanos derretidos formando charquitos. Lo miré a El Negro. Estaba vestido y estaba llorando. Bajé del escenario y tardé 100 días en encontrar el baño. Entonces la vi: Nana Borokúm cagando en la letrina. 

jueves, 5 de mayo de 2016

61

FAR WEST II


La granja Hammer tiene los caballos negros más hermosos del mundo. Esa es su especialidad. Por lo demás es una granja como cualquier otra. Caballos negros, parecen lustrados. Cuestan una fortuna. Son nuestra debilidad. Y la debilidad de El Negro es la señora Hammer. Y, por supuesto, la debilidad de la señora Hammer es El Negro. La señora Hammer nos deja abierta la tranquera cuando su marido, el bonachón y adinerado Marcus  Hammer, sale de cacería. Mientras El Negro y la señora Hammer inventan la pornografía, La Petisita y yo robamos un par de caballos. De esos que parecen lustrados. De esos que son un relámpago oscuro. Y damos un paseo por la campiña, cruzamos el arroyo Las Catonas, que está hecho de aguas y gemidos, y subimos la cuesta de la meseta anterior y descendemos por la posterior. Bordeamos la hilera de álamos y llegamos al cementerio apache. A La Petisa la excitan las tumbas, le gusta que los muertos la miren cuando coge. Se sube a mi caballo y me besa. Me cuenta su versión de lo que está ocurriendo. Esa que dice que los muertos nos miran cuando cogemos y son felices porque el sexo es de las pocas cosas que extrañan los ausentes. Caemos al piso y me la chupa sobre la tumba de un cacique asesinado en 1835. Un  buitre nos revolotea como si me envidiara. Las nubes aceleran formas precisas. El cacique cuchillo en mano agarra el pelo rubio, oro en ramas, sol derretido, de La Petisa y le corta la cabellera. El buitre nos cae en picada. Acabo.