miércoles, 12 de octubre de 2016

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¿CUÁNTO TIEMPO PUEDE PERMANECER UN GRITO EN EL OÍDO?


El detective durmió mal. Lo despertaron disparos verdaderos y gritos del pasado durante toda la noche. ¿Cuánto tiempo puede permanecer un grito en el oído? Se pregunta mirando su cara lavada en el espejo. La barba se asoma tímidamente ¿años? Quizás a un costado, chiquito, rebotando como en un flipper mudo, en los recovecos de la oreja, en los patios interiores de la arquitectura auditiva. La ropa caída que deja un sonido en el pasillo. Más agua fría y el detective piensa en otra cosa. La guerra del Acantilado, policías versus transas. Narcotraficantes de poca monta, linyeras de la droga. Los mariachis. Tres hermanos. Tres hermanos gordos que se hacen pasar por mexicanos. La brigada mató a uno de ellos y lo dejó desnudo con la cabeza metida en una boca de tormenta. Y así empezó la guerra de El Acantilado. El Acantilado es la villa más populosa de González Satán. Los mariachis eran tres y ahora solamente dos. Dos hermanos gordos que se hacen pasar por mexicanos. Las bandas se cruzaron en el bar El Hígado. Todos los jueves el puticlub es para uso exclusivo de la brigada. El detective escribe, subraya, tacha. El Dogo está herido de gravedad en terapia intensiva. El Dogo. El detective hace una pausa. Ese sobrenombre le revuelve las tripas. El Dogo murió por primera vez en el año 1978 en un tiroteo en plena dictadura. ¿Cuánto tiempo puede permanecer un grito en el oído?

miércoles, 5 de octubre de 2016

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UN CIGARRILLO IMAGINARIO


Pistas reales, pero también interesadas, defectuosas, mutiladas, lo llevan a hospedarse en el hotel París. Apenas cruza la puerta de entrada se le antoja que es el mejor de los peores hoteles de este mundo. En una de las paredes, del mismo clavo, cuelgan una ristra de ajos y un rosario. Un matrimonio arreglado, un contrato sin firmas, piensa el detective. Pide una habitación que de al frente, con ventana. Todas nuestras habitaciones tienen ventana le dice con orgullo la conserje, una mujercita tuerta, como si se colgara una medalla olímpica. El detective le apaga un cigarrillo imaginario en su único ojo. Sonríe y le dice que claro, que por supuesto. Le pregunta qué le pasó en el ojo ausente. Me apagaron un cigarrillo real, contesta la petisita. El detective ríe hasta que entiende que pregunta y respuesta no existieron. Suben una escalera oscura y húmeda. Claustrofóbica. Recorren un pasillo estrecho de paredes blancas y un techo al alcance de una cresta punk. En el piso hay huellas barrosas de un pie descalzo que desembocan en una puerta cerrada. Ellos siguen. El pasillo no es largo pero es como si se fuera estirando, desenrollando, a medida que avanzan. El detective quiere arrojar a la gorda que lleva en brazos por una ventana, por cualquier ventana. Pero no hay ninguna. No llevo a ninguna gorda en brazos, dice el detective y la petisita tuerta lo mira con la mitad del asombro con el que lo hubiera mirado de haber tenido los dos ojos. Mil años después llegan a la habitación. Una vez adentro y solo, abre la ventana y mira hacía enfrente. El viento hace que se sienta mejor, pero no mucho. Piensa en descansar un poco, algunas horas y después comer algo. Pero ya está dormido.