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ENCUENTRO CON NANA BOROKÚM
Esa noche en Yacaré, Corrientes, hicimos nuestro rock de
insomnio y edificios. Nuestra música de nervios y calles sin asfalto. De
resultados a favor en canchas visitantes. De bolsas de papas apiladas como si
fueran los ladrillos de nuestra civilización, bueno, eso. Estábamos debajo de
una carpa gigante, de un cielo de lona nocturna y los 300 invitados llevaban
túnicas por toda vestimenta. Túnicas de mierda, iguales a la de El Negro.
Cuando tocábamos El blues de los caballos
negros más hermosos del mundo -una canción melancólica que cuenta sobre una
granja del lejano oeste, la granja del señor Hammer, a la que cada tanto acuden
unos héroes de la nada a robarse los caballos- la prima ciega del brujo del
templo de Nana Borokúm dejó caer la túnica y sus pezones apuntaron a Dios como
retándolo. Unas piernas largas y correntinas, dos ríos hondos que dividen la
ciudad. De este lado nosotros y del otro lado, ellos. Las túnicas fueron
deslizándose unas tras otras hasta dejar solamente cuerpos a la intemperie de la Nana , de la abuela de la
madre de la hija, de las estrellas desnudadas, de la luna expuesta en un cajón
de la verdulería. Todos eran cuerpos hermosos y gordos, flacos y maravillosos,
tatuajes y cicatrices, operaciones y cuchilladas, mordidas y picaduras, penes y
senos colgando, pijas y conchas en erección, fluidos seres humanos derretidos
formando charquitos. Lo miré a El Negro. Estaba vestido y estaba llorando. Bajé
del escenario y tardé 100 días en encontrar el baño. Entonces la vi: Nana
Borokúm cagando en la letrina.
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