sábado, 14 de mayo de 2016

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ENCUENTRO CON NANA BOROKÚM


Esa noche en Yacaré, Corrientes, hicimos nuestro rock de insomnio y edificios. Nuestra música de nervios y calles sin asfalto. De resultados a favor en canchas visitantes. De bolsas de papas apiladas como si fueran los ladrillos de nuestra civilización, bueno, eso. Estábamos debajo de una carpa gigante, de un cielo de lona nocturna y los 300 invitados llevaban túnicas por toda vestimenta. Túnicas de mierda, iguales a la de El Negro. Cuando tocábamos El blues de los caballos negros más hermosos del mundo -una canción melancólica que cuenta sobre una granja del lejano oeste, la granja del señor Hammer, a la que cada tanto acuden unos héroes de la nada a robarse los caballos- la prima ciega del brujo del templo de Nana Borokúm dejó caer la túnica y sus pezones apuntaron a Dios como retándolo. Unas piernas largas y correntinas, dos ríos hondos que dividen la ciudad. De este lado nosotros y del otro lado, ellos. Las túnicas fueron deslizándose unas tras otras hasta dejar solamente cuerpos a la intemperie de la Nana, de la abuela de la madre de la hija, de las estrellas desnudadas, de la luna expuesta en un cajón de la verdulería. Todos eran cuerpos hermosos y gordos, flacos y maravillosos, tatuajes y cicatrices, operaciones y cuchilladas, mordidas y picaduras, penes y senos colgando, pijas y conchas en erección, fluidos seres humanos derretidos formando charquitos. Lo miré a El Negro. Estaba vestido y estaba llorando. Bajé del escenario y tardé 100 días en encontrar el baño. Entonces la vi: Nana Borokúm cagando en la letrina. 

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