jueves, 5 de mayo de 2016

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FAR WEST II


La granja Hammer tiene los caballos negros más hermosos del mundo. Esa es su especialidad. Por lo demás es una granja como cualquier otra. Caballos negros, parecen lustrados. Cuestan una fortuna. Son nuestra debilidad. Y la debilidad de El Negro es la señora Hammer. Y, por supuesto, la debilidad de la señora Hammer es El Negro. La señora Hammer nos deja abierta la tranquera cuando su marido, el bonachón y adinerado Marcus  Hammer, sale de cacería. Mientras El Negro y la señora Hammer inventan la pornografía, La Petisita y yo robamos un par de caballos. De esos que parecen lustrados. De esos que son un relámpago oscuro. Y damos un paseo por la campiña, cruzamos el arroyo Las Catonas, que está hecho de aguas y gemidos, y subimos la cuesta de la meseta anterior y descendemos por la posterior. Bordeamos la hilera de álamos y llegamos al cementerio apache. A La Petisa la excitan las tumbas, le gusta que los muertos la miren cuando coge. Se sube a mi caballo y me besa. Me cuenta su versión de lo que está ocurriendo. Esa que dice que los muertos nos miran cuando cogemos y son felices porque el sexo es de las pocas cosas que extrañan los ausentes. Caemos al piso y me la chupa sobre la tumba de un cacique asesinado en 1835. Un  buitre nos revolotea como si me envidiara. Las nubes aceleran formas precisas. El cacique cuchillo en mano agarra el pelo rubio, oro en ramas, sol derretido, de La Petisa y le corta la cabellera. El buitre nos cae en picada. Acabo.        

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