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FAR WEST II
La granja Hammer tiene los caballos negros más hermosos del
mundo. Esa es su especialidad. Por lo demás es una granja como cualquier otra.
Caballos negros, parecen lustrados. Cuestan una fortuna. Son nuestra debilidad.
Y la debilidad de El Negro es la señora Hammer. Y, por supuesto, la debilidad
de la señora Hammer es El Negro. La señora Hammer nos deja abierta la tranquera
cuando su marido, el bonachón y adinerado Marcus Hammer, sale de cacería. Mientras El Negro y
la señora Hammer inventan la pornografía, La Petisita y yo robamos un
par de caballos. De esos que parecen lustrados. De esos que son un relámpago
oscuro. Y damos un paseo por la campiña, cruzamos el arroyo Las Catonas, que
está hecho de aguas y gemidos, y subimos la cuesta de la meseta anterior y
descendemos por la posterior. Bordeamos la hilera de álamos y llegamos al
cementerio apache. A La Petisa
la excitan las tumbas, le gusta que los muertos la miren cuando coge. Se sube a
mi caballo y me besa. Me cuenta su versión de lo que está ocurriendo. Esa que
dice que los muertos nos miran cuando cogemos y son felices porque el sexo es
de las pocas cosas que extrañan los ausentes. Caemos al piso y me la chupa
sobre la tumba de un cacique asesinado en 1835. Un buitre nos revolotea como si me envidiara. Las
nubes aceleran formas precisas. El cacique cuchillo en mano agarra el pelo
rubio, oro en ramas, sol derretido, de La Petisa y le corta la cabellera. El buitre nos cae
en picada. Acabo.
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