jueves, 24 de diciembre de 2015

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VELOCIRAPTOR

Por la ventanilla veo al velociraptor. Nos viene siguiendo desde que salimos de la casa del brujo-sacerdote del templo de Nana Borokúm. Al principio le resté importancia, creí  que era una visión que se esfumaría ni bien dejáramos atrás González Satán. Que era  una visión pueblerina, de alcance local. Esos sueños que se tienen en determinadas camas y en ningún otro lado. Como si los sueños tuvieran que ver con la respiración de ciertas paredes, con los materiales de la construcción, con la energía de alguien que amó u odió ese lugar. El paisaje me pone melancólico. Y la cabeza de La giganta dormida en mi hombro. Le huele a sucio el pelo. A una suciedad maravillosa. Pienso que lo sucio es lindo muchas veces y que los basurales son galerías de arte de la humanidad. Pienso que La giganta está tatuada con plásticos y escombros y descomposición y moscas revoloteando y bolsas y juguetes rotos y ropa y alambres y cartas y chapas y motores y gatos invisibles y perros que escarban buscando algo en lo profundo de las montañas de basura. Un secreto, una promesa, un lugar. Le acaricio el pelo como si escarbara. La giganta se despierta cruzando el puente de Zárate.

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