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VELOCIRAPTOR
Por la ventanilla veo al velociraptor. Nos viene siguiendo
desde que salimos de la casa del brujo-sacerdote del templo de Nana Borokúm. Al
principio le resté importancia, creí que
era una visión que se esfumaría ni bien dejáramos atrás González Satán. Que era
una visión pueblerina, de alcance local.
Esos sueños que se tienen en determinadas camas y en ningún otro lado. Como si
los sueños tuvieran que ver con la respiración de ciertas paredes, con los
materiales de la construcción, con la energía de alguien que amó u odió ese
lugar. El paisaje me pone melancólico. Y la cabeza de La giganta dormida en mi
hombro. Le huele a sucio el pelo. A una suciedad maravillosa. Pienso que lo
sucio es lindo muchas veces y que los basurales son galerías de arte de la
humanidad. Pienso que La giganta está tatuada con plásticos y escombros y
descomposición y moscas revoloteando y bolsas y juguetes rotos y ropa y
alambres y cartas y chapas y motores y gatos invisibles y perros que escarban buscando
algo en lo profundo de las montañas de basura. Un secreto, una promesa, un
lugar. Le acaricio el pelo como si escarbara. La giganta se despierta cruzando
el puente de Zárate.
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