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TAXI
El asunto era moverse. Una depresión añeja me había
conducido hasta esta depresión actual, como si un taxi me hubiera dejado en
otro taxi. Uno reluciente y gastado, con un chofer gordo, con cara de boxeador,
que solamente da malas noticias y una radio apestosa donde River pierde 2 a 1 para siempre.
Así iba yo, dejando esquinas atrás como si de estados de
ánimo se trataran. González Satán fluía, un torbellino de casas bajas
desparramadas aquí y allá, rutas para irse
que se alargaban en el tiempo y la trampa mortal de buscar algo para
hacer en algún lugar. El mediodía era una encrucijada. Había dejado mi pieza en
el hotel París, el mejor de los peores hoteles de este mundo, y me quedaba
medio día por delante. Extrañaba a las Momias y su hard-rock lastimero. Extrañaba
a La Giganta. Nos
habíamos ido cayendo desde un bolsillo roto y estábamos perdidos. Las nubes
eran fotos que alguien iba editando, el cielo es un espectáculo gratuito. Cuando
me di cuenta una araña me llevaba de la mano. Fumamos un cigarrillo cruzando el
descampado. La negrita culona me contaba de una tela que tuvo que abandonar
años atrás en el paredón de los ferrocarriles, de una araña amada y odiada con
la que sueña las noches de tormenta. Me dijo que el destino era todo lo hecho
en el pasado. El resultado depende del partido, me dijo con la voz del brujo
del templo de Nana Borokúm. Un dodge 1500 me cruzó el cerebro. Me sentí en un
viaje quieto. Un zumbido sin la mosca.
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