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SCI-FI II
El tren que nunca se detiene cruza la noche. Como si la
noche fuera una cortina. Van pasando por la ventanilla las fogatas donde acampan
los nómades. Las llamas ondulan alumbrándolos y alcanzo a ver a una mujer,
bajita y tuerta. Junto a ella un hombre igual a mí. Escucho el gruñido de un
perro. Me doy vuelta y un dogo enorme y rabioso me está acechando. Corro por el
pasillo del tren y siento que el dogo acorta la distancia. Una pesadilla: las
piernas me pesan, el vértigo, la angustia. Pero el dogo, que en cualquier otra
ocasión ya me hubiera destrozado, no consigue alcanzarme. Jadea y gruñe detrás.
Galopa. El tren se mece como una cuna de hierro. Pierdo el equilibrio y caigo contra
unos asientos. Cierro los ojos porque, supongo, es mejor así. Y espero. Me
incorporo y el dogo está tirado en el pasillo metros atrás. Cuando me acerco
veo que tiene un ¿tiro? en el costado. Nunca se escuchó el disparo. El perro
blanco está herido y no pienso en matarlo, solamente en alejarme de ahí. El
dogo se arrastra por el pasillo, baboso, mostrando los dientes de un
velociraptor. Tan blanco que fosforece, una osamenta destellando cada vez más
lejos. Corro lo suficiente. Pienso que las causas y las consecuencias de todo
esto son difusas. En la puerta de un camarote hay una manzana verde, con un
mordisco. La agarro y pruebo. Entro al camarote y diviso a La Giganta desnuda y dormida.
Hace apenas segundos me quería matar un dogo. Sonrío y me tiro de cabeza.
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