viernes, 11 de marzo de 2016

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GUERRA II

Este puente es mío y ya estoy cansado de perder, dice el boxeador obeso esgrimiendo un palo en la otra punta del puente. Tiene puesto un pantaloncito rojo y la panza le desborda, incontenible. 150 kilos que se resisten a ser derrotados otra vez. El puente nos separa pero también nos une. Y me gustaría que el boxeador ganara. Pero el brujo sacerdote del templo de Nana Borokúm se comunica diciendo que dejemos de desperdiciar  tiempo, que estamos en la guerra y que ese puente debe ser nuestro antes del anochecer. Pobre gordo, pienso. Otra baja colateral. Solamente defiende ese puente para que una rubia lo vuelva a querer. Esta es la historia de la humanidad. Imagino al boxeador, retirado, manejando el taxi de la tristeza y la desesperanza. Escuchando una radio que solamente da malas noticias. Lo imagino recorriendo un municipio desértico. El conurbano de la resignación. La foto de la rubia en la guantera y  pasajeros trasgos respirándole en la nuca. Un juego de guantes de box en miniatura colgando, rojos, del espejo retrovisor como una sonrisa hecha de colmillos.    

Nos miramos entre nosotros (me refiero a El Negro, El Bizco y El Saxofonista) y nos damos cuenta de que un chico nuevo nos acompaña. El chico nuevo está rodeado de moscas. Dudo un segundo. El chico nuevo, no. Saca la pistola y dispara. El boxeador obeso cae al río noqueado para siempre. No hace falta contarle hasta 10. Ninguna rubia llora en algún lugar del mundo. Y como el puente ya es nuestro lo cruzamos. 

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