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GUERRA II
Este puente es mío y ya estoy cansado de perder, dice el
boxeador obeso esgrimiendo un palo en la otra punta del puente. Tiene puesto un
pantaloncito rojo y la panza le desborda, incontenible. 150 kilos que se
resisten a ser derrotados otra vez. El puente nos separa pero también nos une. Y
me gustaría que el boxeador ganara. Pero el brujo sacerdote del templo de Nana
Borokúm se comunica diciendo que dejemos de desperdiciar tiempo, que estamos en la guerra y que ese
puente debe ser nuestro antes del anochecer. Pobre gordo, pienso. Otra baja
colateral. Solamente defiende ese puente para que una rubia lo vuelva a querer.
Esta es la historia de la humanidad. Imagino al boxeador, retirado, manejando
el taxi de la tristeza y la desesperanza. Escuchando una radio que solamente da
malas noticias. Lo imagino recorriendo un municipio desértico. El conurbano de
la resignación. La foto de la rubia en la guantera y pasajeros trasgos respirándole en la nuca. Un
juego de guantes de box en miniatura colgando, rojos, del espejo retrovisor
como una sonrisa hecha de colmillos.
Nos miramos entre nosotros (me refiero a El Negro, El Bizco
y El Saxofonista) y nos damos cuenta de que un chico nuevo nos acompaña. El
chico nuevo está rodeado de moscas. Dudo un segundo. El chico nuevo, no. Saca
la pistola y dispara. El boxeador obeso cae al río noqueado para siempre. No
hace falta contarle hasta 10. Ninguna rubia llora en algún lugar del mundo. Y
como el puente ya es nuestro lo cruzamos.
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