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ATARDECERES Y TORNADOS
Regresamos a la fogata, La Petisa y yo. Soñábamos ser los ladrones de
caballos más famosos de González Patán. Ir de hacienda en hacienda, saqueando
las caballerizas porque sí. Para ver en libertad lo que segundos antes estaba
en cautiverio. Le decía esto y La
Petisa se excitaba. Sexo garantizado. A mí los caballos nunca
me importaron. Ni la libertad. La libertad solamente sirve para ponerla a
prueba, le decía a La Petisa
y ya la tenía colgando de la bragueta. Divina. Me la chupaba mirándome con el
único ojo que le quedaba. Un guiño de ojo permanente. Esa lengua era lo más
cercano al lenguaje que pudiera describir a las pecosas. El Saxofonista nos
convidó batatas asadas mientras El Negro hacía nuditos en su túnica, de mierda,
como si estuviera prometiendo algo en otro lugar. Éramos el terror de las
granjas de los alrededores. Desolamos la granja Hammer. Asaltamos la granja del
mexicano Gómez. Soltábamos a los caballos, incendiábamos graneros, El Negro violaba
a mujeres que amenazaban con denunciarlo si no regresaba pronto. También
hacíamos nuestra música de atardeceres y tornados, de búfalos y lobos, de
corrales y riñas de gallos. De chicas que se tragaban al viento. De llanuras
que se tragaban a los hombres. De tabaco masticado y escupido como una mancha
tatuando indeleble la corteza del planeta. La tierra de repente empezó a vibrar
y escuchamos el traqueteo del tren que se aproximaba. Estábamos pegados a las
vías. Pasó una formación extraña lamida por las llamas. Alcancé a ver dos
cosas: un hombre muy parecido a mí. Y después, en el siguiente vagón, a un
perro. Un perro blanco de los grandes que, con unos ojos enrojecidos pegados a
la ventanilla, también me miraba.
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