jueves, 3 de marzo de 2016

47

ATARDECERES Y TORNADOS


Regresamos a la fogata, La Petisa y yo. Soñábamos ser los ladrones de caballos más famosos de González Patán. Ir de hacienda en hacienda, saqueando las caballerizas porque sí. Para ver en libertad lo que segundos antes estaba en cautiverio. Le decía esto y La Petisa se excitaba. Sexo garantizado. A mí los caballos nunca me importaron. Ni la libertad. La libertad solamente sirve para ponerla a prueba, le decía a La Petisa y ya la tenía colgando de la bragueta. Divina. Me la chupaba mirándome con el único ojo que le quedaba. Un guiño de ojo permanente. Esa lengua era lo más cercano al lenguaje que pudiera describir a las pecosas. El Saxofonista nos convidó batatas asadas mientras El Negro hacía nuditos en su túnica, de mierda, como si estuviera prometiendo algo en otro lugar. Éramos el terror de las granjas de los alrededores. Desolamos la granja Hammer. Asaltamos la granja del mexicano Gómez. Soltábamos a los caballos, incendiábamos graneros, El Negro violaba a mujeres que amenazaban con denunciarlo si no regresaba pronto. También hacíamos nuestra música de atardeceres y tornados, de búfalos y lobos, de corrales y riñas de gallos. De chicas que se tragaban al viento. De llanuras que se tragaban a los hombres. De tabaco masticado y escupido como una mancha tatuando indeleble la corteza del planeta. La tierra de repente empezó a vibrar y escuchamos el traqueteo del tren que se aproximaba. Estábamos pegados a las vías. Pasó una formación extraña lamida por las llamas. Alcancé a ver dos cosas: un hombre muy parecido a mí. Y después, en el siguiente vagón, a un perro. Un perro blanco de los grandes que, con unos ojos enrojecidos pegados a la ventanilla, también me miraba. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario