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PERROS PARTIDOS
La Giganta
nunca fue muy buena para esconderse. Cosa que le pasa a todos los gigantes.
Pero se escondía, se mimetizaba con la basura. Adquiría formas nuevas, cambiaba
su color. Se escurría. Se esfumaba. Iba detrás del Junta-perros. Se internaban
más y más en las montañas de basura como un bocadillo bajando la garganta. La
tarde se iba pareciendo a un moretón
perfilándose al morado de la noche. Todos los brillos eran rojizos destilando
una alarma. El filo de las latas, el filo de los charcos. Estaban en el centro
arterial de las montañas de basura, debajo del Aconcagua de González Satán.
Basura de antaño acumulada, la basura de la basura. Los restos de todo lo que
ya sobraba. Una forma de existir estando de más en el mundo. Y ahí estaba La Giganta, la parpadeante,
persiguiendo al junta-perros por las cuevas. Chillan los chimangos,
pájaros de los desperdicios. Y se
responden como si llevaran una clave, los números que se esconden en los
pájaros. El junta-perros se introduce por el caño que desemboca a varios
kilómetros en el arroyo Las Catonas, que está hecho de agua y maldiciones. La Giganta lo sigue a la distancia.
Ya no se ve nada solamente los ojitos amarillos de algo. Chirría la carretilla
y cruza la rata la bubónica reina del país de la rabia. La trampa del
junta-perros es no esperarla. Eso lo sabemos nosotros pero La Giganta no, y entonces
sigue.
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