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No era lo
usual tocar junto a un negro en bolas dandole a la batería. Al principio todo
era lo imaginado: nuestras esposas eran insoportables y el hard-rock y la
bebida nos ayudaban a respirar. Respirábamos los sábados a la tarde en la
salita de ensayo de la calle Persia, frente al hotel París, el mejor de los
peores hoteles de este mundo. Aflojarle el cinturón al cerebro, eso hacíamos en
la salita de ensayo. Pero El negro empezó a ponerse en pelotas. Porque le gustaba
tocar así. Desnudo. Y le daba a la batería mostrando los dientes blancos en una
sonrisa de vendedor feliz. De vendedor que ha vendido todo y se ha retirado a
tocar, en bolas, hard-rock, frente al peor de los mejores hoteles de este mundo. La empezó a complicar
el saxofonista, un tipo que era como un poste de luz en pleno día. Se sentía
raro tocando con un negro al costado de la ropa. Argumentamos cosas africanas,
una princesa ciega y un león y, nadie sabe por qué, también un coco. No hubo
caso, o el negro se vestía aunque más no fuera con esas túnicas de mierda o el
saxofonista se mandaba a mudar como un palo de luz apagándose de noche. Ahí nos
dividimos: algunos a favor del negro y sus excentricidades y otros en contra
del negro y sus excentricidades. Hicimos silencio y nos miramos, uno por uno.
El negro se puso una de esas túnicas blancas, de mierda. El saxofonista empezó
a soplar, a susurrar. Una melodía increíble, parecía estar inventando a las
rubias. Serví más bebida. El sol destellaba por todas las ventanas que no tenía
aquel sótano. Veíamos una luz que nunca había sido nuestra. Cuando la banda ya
volaba en un tractor, va el negro y hace su gracia. Todo estaba terminado. El
negro había vendido el auto que no debía vender. El saxofonista puso violín en
bolsa y desapareció. Estábamos a oscuras. Yo serví bebidas. Sabía cuándo era el
momento: siempre.
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