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El negro me hablaba de los orixás puros, me hablaba de los
elementales, de San Jorge y San Damián, de una interminable travesía en barco,
de dioses congelados como si estuvieran en un freezer, como si fueran latas de
conservas que por nada del mundo tenían que descongelarse antes de llegar al
puerto, en la otra punta del globo, más allá del nacimiento de las nubes, más
allá de los ígneos y de los telúricos. Me contaba de un cuerpo base de otros
cuerpos, de Xangó y los truenos tutelares, de Iemanjá hermosa como las olas
encrespadas y los atardeceres contaminados en el mar, de los esclavos
emergentes. Me hablaba de todo eso, El negro. Los ojos le brillaban como un día
resaltado con flour en el almanaque.
-Para mí que ese camión lleva tocino- lo interrumpo. No sé
qué es el tocino me dice El negro. Y retruca: para mí que ese camión lleva a un
animal prohibido por la selva.
El negro está totalmente loco. Cree en dioses rarísimos que lo
obligan a usar esas túnicas de mierda. Él dice que no toca la batería sino que busca
el ritmo sagrado, que cuando llega al transe dialoga con Nana Borokúm. Y Nana
Borokúm lo quiere desnudo como cuando nació. Imagino la cara del saxofonista si
escuchara esto. Nana Borokúm, nombre de bailarina. Nana Borokúm, nombre de
pantera. Lindo nombre para un buque de guerra: el Nana Borokúm.
Lindo nombre para la mujer más vieja y aún no nacida, como
dice una de nuestras canciones. Esa que se llama: Nana Borokúm.
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