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ORÁCULO
Eran las doce da la noche en punto cuando el Dodge 1500
dobló la esquina. El brujo se bajó comiendo una manzana verde. El negro y yo
estábamos sentados en el cordón de la vereda de esa madrugada. Ni señales de El
bizco y La giganta. El negro empezó a contar la breve e intensa aventura con su
araña personal.
La historia de El negro: una araña grande como una mano
grande. Atigrada y lenta como si no le
temiera a nada. Las ocho patas se movían cansinamente. No caminaba, iba pisando
el mundo. El negro detrás. Anduvieron diez metros y la araña comenzó a cruzar
la calle. La bicicleta del huevero la aplastó como si fuera un tomate podrido,
atigrado y con ocho patas. El negro sintió vértigo. Se vio cayendo desde una
terraza olvidada y recién vuelta a recordar. Se sintió una media pendiendo en
el abismo, una túnica (de mierda) colgando en el perchero de la oscuridad. En
realidad dijo que se cagó en las patas y después se fue a sentar en el cordón a
esperarnos. Fuimos con el brujo a ver los restos de la araña: un tomate
podrido, atigrado y con ocho patas, aplastado. Pulpa donde el brujo leía algo
que nosotros no leíamos. Letras escritas en el idioma de Nana Borokúm, como si
fueran signos que se desprendían del tomate y alcahuetearan el futuro. El
oráculo era una araña aplastada por la bicicleta del huevero a mitad de una
calle perdida en el culo del universo. Esperar una buena noticia era como
preguntarle a Caronte si no te podía dejar, mejor, ya que estamos, en
Corrientes y Callao, por favor.