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Mientras iba detrás de mi araña personal pensaba en varias
cosas: en mi ex-mujer, en Ozzy (el gato del que no me pude despedir cuando me
separé), en el sueño que tuve con El bizco tocando la guitarra en las montañas
de basura, en mi abuela y nuestra casa en llamas, en El negro y en cómo nos
había convencido para realizar esta ¿experiencia? con el brujo y las arañas.
Pensaba en La giganta, en su cuerpo tatuado y por un momento fui feliz. Pasó la
tarde y cuando me quise dar cuenta era de noche y la araña me había llevado
hasta la plazoleta Solveig Amundsen. Un perro blanco, un dogo, merodeaba el
monumento al cuco. El dogo levantó una pata y orinó la estatua. Después como
que escarbó en la tierra y olisqueó desafiante. Paseó la vista, una panorámica del barrio pobre, y se alejó
al trote. Me acerqué al monumento y leí un nuevo nombre. Alrededor, como
fósforos que se encienden, unos cien gatos se fueron haciendo visibles. Como
una constelación. Como velitas en la torta de cumpleaños de un muerto. La negra
culona no estaba por ninguna parte.
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