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El bizco tocaba la guitarra sentado en un caño sobre una de
las montañas de basura, no podía enchufarla en ningún lado pero así y todo
sonaba eléctrica y con volumen. Lloviznaba. Lo miraba desde abajo, como si él
estuviera en un altar. Tocaba un clásico pero yo no podía recordar cuál era.
Como si mi oído y cerebro y corazón ya lo hubieran reconocido. Pero yo no. Una
sensación rara. Las ratas correteaban por ahí y el cielo tenía los colores del fondo
del abismo. De repente asomándose entre los desperdicios reconocí a un muñeco
de trapo que había sido mío. Mi juguete favorito durante toda la infancia. Era
imposible porque se había incinerado en el mismo incendio que nos había dejado
sin casa. Pero ahí estaba. Al tiempo que lo levantaba me puse a llorar.
Algo me decía que eso no estaba pasando, que solamente era
un sueño. El muñeco de trapo me guiñó un ojo y entonces desperté. Había dormido
dos días seguidos porque previamente estuve tres días sin dormir. Un buen
negocio, pensé, cuando pude armar el rompecabezas.
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