lunes, 30 de noviembre de 2015

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ORÁCULO

Eran las doce da la noche en punto cuando el Dodge 1500 dobló la esquina. El brujo se bajó comiendo una manzana verde. El negro y yo estábamos sentados en el cordón de la vereda de esa madrugada. Ni señales de El bizco y La giganta. El negro empezó a contar la breve e intensa aventura con su araña personal.

La historia de El negro: una araña grande como una mano grande. Atigrada y lenta  como si no le temiera a nada. Las ocho patas se movían cansinamente. No caminaba, iba pisando el mundo. El negro detrás. Anduvieron diez metros y la araña comenzó a cruzar la calle. La bicicleta del huevero la aplastó como si fuera un tomate podrido, atigrado y con ocho patas. El negro sintió vértigo. Se vio cayendo desde una terraza olvidada y recién vuelta a recordar. Se sintió una media pendiendo en el abismo, una túnica (de mierda) colgando en el perchero de la oscuridad. En realidad dijo que se cagó en las patas y después se fue a sentar en el cordón a esperarnos. Fuimos con el brujo a ver los restos de la araña: un tomate podrido, atigrado y con ocho patas, aplastado. Pulpa donde el brujo leía algo que nosotros no leíamos. Letras escritas en el idioma de Nana Borokúm, como si fueran signos que se desprendían del tomate y alcahuetearan el futuro. El oráculo era una araña aplastada por la bicicleta del huevero a mitad de una calle perdida en el culo del universo. Esperar una buena noticia era como preguntarle a Caronte si no te podía dejar, mejor, ya que estamos, en Corrientes y Callao, por favor. 

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